Nací entre mantas Wayuu: Memoria, lucha y dignidad tejidas en mi historia

 

Algunas historias no se escriben: se tejen con las manos, la memoria y la dignidad.

Confecciones Dido: Donde comenzó mi historia

Desde pequeña, los caminos de mi vida estuvieron cosidos por las manos trabajadoras de la mujer Wayuu. Crecí en medio de telas, hilos y sueños en la modistería de mi abuela Dido Hernández Gómez, un local en la carrera 15 entre calle 11 y 10 a una cuadra del mercado y del centro de Maicao con letrero que decía: “Confecciones Dido”, una mujer que, junto a mi madre María Rosa Montoya, dedicó su vida a vestir con dignidad a la mujer Wayuu, fusionando las tradiciones con las telas modernas que llegaban a Maicao y se vendían en los almacenes de los “Turcos”. En esa modistería, aprendí a tomar medidas, a escribir en los libros de pedidos con mi letra de niña, y a relacionarme con esas mujeres fuertes, orgullosas, resilientes, que bajaban de la Alta Guajira, de Uribia, de Manaure, y de la guajira venezolana a encargar sus mantas para bodas, bautizos o celebraciones importantes.

Un legado tejido entre hilos y dignidad Wayuu

Allí, entre historias contadas en wayuunaiki, palabras aprendidas al vuelo como “Anachon” —“bonita”—, gestos de respeto y sonrisas de complicidad, se fue forjando en mí interior un vínculo silencioso, profundo e imborrable con el pueblo Wayuu. No era simplemente vender o coser una manta: era parte de un acto cultural, un ritual de dignidad. Gracias al esfuerzo de esas mujeres, a cada manta vendida, mi familia pudo sostenerse. Lo que me vestía, lo que comía, con lo que mi mamá pagaba mis estudios, provenía de ese trabajo tejido junto a las mujeres Wayuu.

En mis vacaciones, mientras mis amigos del colegio disfrutaban de paseos y juegos, yo era parte activa de la modistería. Ayudaba a mi abuela a tomar medidas, a ordenar telas, a escuchar las instrucciones de las modistas y, sobre todo, a respetar los tiempos, las historias y los silencios de nuestras clientas Wayuu. Escuchaba relatos que hablaban de sus territorios, de sus luchas, de sus sueños. Aprendí a escuchar no solo las palabras, sino también lo que quedaba flotando en el aire: la dignidad intacta a pesar de las dificultades, la resistencia cotidiana que se bordaba en cada manta.

Lo que no entendía entonces —pero hoy comprendo con total claridad— es que no era una actividad comercial cualquiera. Era un espacio de construcción cultural, de afirmación identitaria, de respeto intercultural antes incluso de que esa palabra se pusiera de moda en los discursos públicos. Crecí entre mantas, sí, pero sobre todo crecí entre actos de dignidad silenciosa que se impregnaron en mí como una segunda piel. Mi abuela Dido, soñó con ver a la mujer wayuu lucir sus mantas con elegancia y dignidad y lo logró, fue pionera en este municipio de la pequeña empresa de las confecciones y formó en el arte de las mantas wayuu a muchas mujeres venidas de diferentes partes de la costa.

 

Teotiste Valdeblanquez

La herencia de mis abuelos: Salvador Gervasio Valdeblánquez y Juana Bautista Márquez Iguarán

Mi linaje no se cuenta en premios o en cargos. Se cuenta en historias. Soy bisnieta de Salvador Gervasio Valdeblánquez y Tita Márquez, sembradores de palabra y vida en Puerto Estrella. Soy nieta de Teotiste Valdeblánquez Márquez, mujer de respeto y fuerza que marcó la vida de quienes la conocieron. Mi padre, Oriel Omel Zambrano Valdeblánquez, me transmitió siempre el orgullo y la admiración profunda hacia su madre. Desde su voz quebrada por la ausencia temprana, comprendí que la dignidad no es un discurso: es una forma de estar en el mundo.

Mi relación con la cultura wayuu no es nueva ni improvisada. No es una bandera electoral ni un recurso retórico. Es mi vida. Desde niña, desde las máquinas de coser Singer, hasta hoy, cada etapa de mi existencia ha estado ligada, afectiva, económica y culturalmente, al pueblo wayuu.

De las mantas a la palabra: La defensa activa de los derechos Wayuu

No fue casualidad —lo sé ahora— que, años después, mi vida profesional estuviera destinada a caminar otra vez entre los Wayuu, pero ahora no como aprendiz de modistería, sino como defensora de derechos, de institucionalidad propia, de dignidad política. Cuando terminé mis estudios de derecho, no encontré trabajo en un juzgado o en una oficina de abogados. Mi camino estaba escrito en otra dirección: en la defensa del pueblo Wayuu, en la construcción de espacios propios, en la lucha diaria por el respeto a la autonomía, a la salud, a la vida digna de nuestra gente

Floricia Valdeblanquez

Junto a mi tía Floricia Valdeblánquez Epinayú, sobrina de mi abuela Teotiste Valdeblánquez Márquez, y Marisela Mosquera, fundamos la IPS Indígena Ayuuleepala como un modelo de salud intercultural. Sin subsidios estatales, sin apadrinamientos políticos, con créditos personales, sacrificios familiares y mucha fe en la dignidad Wayuu, logramos levantar una institución que hoy lleva servicios de salud con enfoque diferencial a comunidades Wayuu de Maicao y Manaure.

Y también fue mi tía Floricia Valdeblánquez Epinayú, quien tomó en sus manos la tarea de transmitirme esa herencia viva de conocimiento de la cultura y la esencia de nuestra cosmogonía. Mi tía Floricia no ha sido solo familia, también ha sido maestra, compañera de lucha, guía espiritual y política. Juntas hemos trabajado durante años: Defendiendo a las estructuras de salud propia, sensibilizando sobre la importancia de la interculturalidad real, Abriendo caminos donde antes sólo había polvo y silencio. 

Mi lucha en las mesas de concertación y la defensa del SISPI

Desde entonces, mi vida ha estado entrelazada con la defensa de los derechos de los pueblos indígenas. He caminado las rancherías, he participado en asambleas comunitarias, he trabajado en mesas de concertación nacional, he defendido modelos propios de salud ante el Ministerio de Salud, ante la Superintendencia de Salud, ante la Comisión Séptima del Congreso de la República.

Formé parte de la asesoría técnica, jurídica y política del Sistema Indígena de Salud Propio e Intercultural (SISPI) cuando pocos entendían su importancia. No desde la teoría ni el oportunismo, sino desde la práctica diaria, acompañando procesos, elaborando propuestas, defendiendo derechos ancestrales frente a la indiferencia de muchos sectores estatales.

He hablado en nombre de autoridades tradicionales Wayuu en las mesas de la Sentencia T-302 de la Corte Constitucional, he trabajado en la construcción de instrumentos de inspección, vigilancia y control con enfoque diferencial para las IPS indígenas, he presentado propuestas para la reforma estructural del sistema de salud, y he acompañado a líderes y voceros en los paros y protestas donde la dignidad wayuu se ha puesto en pie, reclamando lo que legítimamente nos corresponde. 

Mi trabajo sólo es visible en cada acta firmada, cada documento enviado, cada palabra defendida en una mesa técnica, y llevan la memoria de aquellas primeras clientas wayuu que confiaban en mi abuela para vestir sus sueños, y que hoy, de alguna manera, siguen confiando en mí para defender sus derechos.

En este largo caminar, he aprendido que el respeto no se exige, se gana. Que la palabra en el territorio no se compra, se conquista con la conducta, coherencia y compromiso. Que servir al pueblo wayuu no es una oportunidad profesional: es una responsabilidad histórica, vital y ética.

Rosalinda Aguilar

Rosalinda Aguilar: Un regalo que me recordó mi herencia

Entre los momentos más significativos de este recorrido, hay uno que llevo como una herencia viva en el corazón. Se trata de la señora Rosalinda Aguilar, una de las lideresas wayuu más admiradas y respetadas, cuya lucha ha sido ejemplo para generaciones enteras. La conocí siendo niña, cuando mi abuela y mi mamá confeccionaban sus mantas para los viajes que Rosalinda emprendía a Bogotá, donde empezaba a construir el camino de la defensa indígena ante las instancias nacionales. Recuerdo escuchar a mi abuela apurando a las modistas: "Apúrense, que son para Rosalinda, ella va de viaje". Y aunque en ese entonces yo no comprendía del todo la magnitud de lo que implicaba, sentía que había algo especial, algo sagrado en aquellas mantas que en Confecciones Dido le entregaban.

Años después, nuestros caminos volvieron a cruzarse, pero esta vez como mujeres conscientes de la lucha. La señora Rosalinda desde su lucha histórica y su legado de progreso para el pueblo wayuu, y yo desde el trabajo silencioso de la defensa técnica y política de las estructuras propias en salud. No me abrió las puertas de inmediato: tuve que ganarme su respeto, demostrar con hechos y con mi conducta que mi compromiso no eran palabras que se lleva el viento, sino de vida, y lo logré. 

Nuestra relación se fortaleció con el tiempo, en los escenarios más difíciles, en las mesas de exigencias, en los procesos de defensa de la institucionalidad propia. Un día, en un gesto que me conmovió profundamente, la Señora Rosalinda me invitó a su casa. Allí, de manera formal pero cargada de profundo simbolismo, me entregó dos mantas wayuu que había conservado durante muchos años, confeccionadas por mi abuela Dido Hernández y mi madre María Rosa Montoya. Recibir esas mantas fue como recibir un pedazo de mi historia, del legado de mis ancestras, un reconocimiento silencioso que no necesita diplomas ni medallas. Cada hilo de esas mantas hablaba de las luchas pasadas, de la dignidad bordada a mano, de la memoria viva de mi linaje. Y no fue solo eso, la señora Rosalinda también me regaló una mochila wayuu, tejida con la técnica más refinada y en un azul profundo, esa mochila, tejida por manos expertas de mujeres cercanas a ella, me fue entregada como quien entrega no solo un objeto, sino una misión: seguir caminando con responsabilidad, con firmeza, y con amor al pueblo Wayuu. 

No es casualidad: También soy raíz, memoria y dignidad Wayuu

En ese instante entendí, de una manera más profunda que nunca, que todo en mi vida había sido tejido con hilos invisibles de historia, de compromiso y de destino. La manta era el pasado que me sostiene. La mochila era el futuro que debo construir.

Sé que, para algunos, no hablar fluidamente wayuunaiki ha sido utilizado como argumento para tratar de invalidar mi compromiso con los pueblos indígenas. sus cuestionamientos los asumo sin miedo pero con responsabilidad y humildad. No aprendí wayuunaiki en la cuna, pero sí en el corazón. Y hoy, consciente de la importancia de la lengua como alma del pueblo wayuu, he iniciado un proceso formal de aprendizaje de la lengua, no para cubrir una exigencia social, sino como un acto de amor y respeto genuino. Hoy, más que nunca, sé que mi compromiso con el pueblo wayuu no es coyuntural ni estratégico. Es vital, es de raíz, es de origen. Porque mi existencia misma ha sido sostenida desde niña por las manos laboriosas, resistentes y dignas del pueblo wayuu. Porque cada paso que doy, cada palabra que defiendo, cada acción que emprendo es también una forma de devolver lo que he recibido: educación, sustento, cultura, identidad, dignidad. No hablo desde afuera. No interpreto desde un lugar ajeno. Hablo desde la piel, desde la sangre, desde la historia viva que me atraviesa y que me exige ser coherente hasta mi último suspiro. 

Así como una manta wayuu no se improvisa, sino que se cose con paciencia, con visión de conjunto, con respeto por cada hilo y cada color, así también he querido construir mi vida: como un tejido de coherencia, de compromiso, de servicio silencioso pero firme, de defensa activa de los derechos de los pueblos indígenas, especialmente del pueblo wayuu que me ha dado tanto.

La mujer que soy hoy no es obra del azar. Es la cosecha silenciosa de generaciones que caminaron antes de mí. De mi bisabuelo Salvador Gervasio Valdeblánquez, que defendió la palabra en Puerto Estrella, De mi bisabuela Tita Márquez, tejedora de vida entre clanes y territorios, De mi abuela Teotiste Valdeblánquez Márquez, cuyo nombre aún susurra respeto entre quienes la conocieron, De mi abuela Dido Hernández, que con su sueño de vestir con dignidad a la mujer wayuu elaboró durante 40 años las mantas más hermosas de la región, De mi madre María Rosa Montoya, que bordó mi camino con amor y sacrificio, De mi tía Floricia Valdeblánquez, guía y líder de la familia. Mi historia de vida no es casualidad, no es estrategia, es destino, es raíz, es memoria, es promesa viva. Y yo, simplemente, soy parte de esa raíz que se sigue extendiendo.


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