𝐂𝐮𝐚𝐧𝐝𝐨 𝐞𝐥 𝐞𝐬𝐩𝐞𝐜𝐭𝐚́𝐜𝐮𝐥𝐨 𝐧𝐨𝐬 𝐞𝐧𝐬𝐞𝐧̃𝐚 𝐚 𝐯𝐨𝐭𝐚𝐫: 𝐥𝐨 𝐪𝐮𝐞 𝐋𝐚 𝐂𝐚𝐬𝐚 𝐝𝐞 𝐥𝐨𝐬 𝐅𝐚𝐦𝐨𝐬𝐨𝐬 𝐫𝐞𝐯𝐞𝐥𝐚 𝐬𝐨𝐛𝐫𝐞 𝐞𝐥 𝐩𝐨𝐝𝐞𝐫 𝐲 𝐥𝐚 𝐜𝐢𝐮𝐝𝐚𝐝𝐚𝐧𝐢́𝐚 𝐞𝐧 𝐂𝐨𝐥𝐨𝐦𝐛𝐢𝐚


Por Oriana Zambrano Montoya

🇨🇴 En medio de un país atravesado por fracturas estructurales —una reforma de salud colapsada, un gobierno acorralado por sus propios errores, un sistema judicial que falla más de lo que responde, y una sociedad rota por la desigualdad— millones de colombianos centraron su energía emocional en dos eventos: la final de un reality y un partido de fútbol. La atención no estuvo en la emergencia humanitaria, ni en la desnutrición infantil en La Guajira, ni en las masacres rurales, ni en las decisiones económicas que comprometen el futuro del país. Estuvo puesta en la Casa de los Famosos y en los goles. No porque el pueblo sea tonto, sino porque el sistema lo ha entrenado emocionalmente para eso: para sobrevivir anestesiado, para elegir desde el estómago, para buscar alivio en lugar de justicia.

🏆 El ganador del reality fue Andrés Altafulla, un personaje carismático, emocionalmente liviano, que generó conexión desde el afecto, no desde el mérito. Llegó tarde al juego, transgredió normas básicas de convivencia, fue acusado de comportamientos inapropiados hacia una compañera y aun así ganó. No porque convenciera con su disciplina, ni porque representara la ética del respeto, sino porque una parte significativa del país se sintió reflejada en él: el costeño bacán, el que alegra, el que no complica, el que cae bien aunque cruce la línea. No fue un voto racional, fue un voto identitario, afectivo, territorial. Altafulla no ganó a pesar de sus fallos; ganó con ellos a cuestas, porque su representación emocional fue más poderosa que la incomodidad que provocó.

👑 Al otro lado estaba Melissa Gate, una mujer estructurada, fuerte, que sostuvo el relato del programa desde el inicio. Que resistió, que generó contenido, que incomodó sin insultar, que denunció sin victimizarse. Que puso el dedo en la llaga y preguntó en la gala final, sin eufemismos, si era aceptable mantener relaciones íntimas en una habitación compartida. Esa pregunta no fue bien recibida. No porque no tuviera razón, sino porque interrumpió el espectáculo. Porque desbarató el guion emocional. Porque se atrevió a decir “esto no está bien” en un sistema que penaliza a quien señala, y protege a quien entretiene.

🔍 Eso es lo que más debería preocuparnos. No quién ganó el programa, sino lo que esa victoria revela sobre nosotros. No se trató de un juego de televisión. Fue un ensayo emocional de cómo funciona la democracia sin pensamiento. Votamos por quien nos representa afectivamente, no por quien actúa con responsabilidad. Protegemos al que se parece a nosotros, aunque nos haga daño. Castigamos a quien se atreve a incomodarnos, aunque lo haga con razones legítimas. Convertimos el carisma en licencia, y la firmeza en amenaza. Y al final, el resultado no premia la coherencia, premia la familiaridad emocional.

🧠 Muchos han intentado hacer analogías con el poder político real. Pero no se trata de decir que Altafulla es Petro o que Melissa representa a la oposición. Esa es una lectura pobre. La verdad es más compleja. Altafulla no encarna a un presidente; encarna a un patrón simbólico profundamente instalado en el país: el del hombre simpático al que se le perdona todo, siempre que represente el alivio emocional que el pueblo necesita para no enfrentarse a su rabia colectiva. Melissa no es la oposición política, ni la izquierda crítica, ni una lideresa feminista institucional. Melissa es lo que el sistema rechaza: una mujer que incomoda sin ser agresiva, que pone límites sin pedir permiso, que no juega al agrado, y por eso es deslegitimada. Es la figura que no encaja, porque interrumpe el confort emocional al que nos tiene acostumbrados el espectáculo.

📉 Eso pasa también en la política real. La ciudadanía colombiana no está actuando desde la reflexión colectiva, sino desde una mezcla peligrosa de desafección, tribalismo, desencanto y compensación simbólica. Ya no elegimos proyectos; elegimos emociones. No defendemos propuestas; defendemos identidades. Y cuando alguien cuestiona lo que ya se ha vuelto paisaje —sea un reality, un gobierno, o una figura mediática— el sistema responde con lo mismo: desacreditación, ridiculización, aislamiento.

⚠️ El problema no es que Altafulla haya ganado. El problema es que, en el proceso, aprendimos —otra vez— que transgredir sin consecuencias es posible si se hace con suficiente carisma, y que incomodar con la verdad sigue siendo la vía más directa al castigo público. Lo que enseñó este programa no fue solo entretenimiento. Enseñó a votar por quien te cae bien, no por quien te respeta. A perdonar al que cruza límites si se ve “auténtico”. A desconfiar de quien exige respeto si no sonríe lo suficiente. A confundir identificación con justicia, y agrado con legitimidad.

🧨 Y eso, en un país como el nuestro, donde las elecciones presidenciales se definen por microemociones, donde la ética pública se negocia a punta de clientelismo afectivo, y donde las mujeres que hablan de frente siguen siendo vistas como exageradas, no es una metáfora menor. Es una advertencia.

📺 Si seguimos entrenando el voto con realities, si seguimos premiando al que entretiene mientras deslegitimamos al que interrumpe, si seguimos votando con el estómago herido y no con la conciencia despierta, lo que viene no será un programa de televisión: será un Estado fallido donde todos actuamos como si no pasara nada, mientras aplaudimos al último que nos hizo reír.


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