El conflicto de interlocución con el pueblo Wayuu: Una falla estructural reconocida por la Corte Constitucional y agudizada por el Estado Colombiano


En esta columna analizo el conflicto estructural de interlocución entre el Estado colombiano y el pueblo Wayuu, a partir de los Autos 696, 1290 y 1743 de la Corte Constitucional. Más que una queja institucional, es un llamado urgente a construir un mecanismo legítimo de participación que respete la organización Wayuu y no repita las lógicas coloniales del sistema político colombiano. 

En los corredores del Ministerio del Interior, en los comités de articulación, en las mesas de cooperación internacional, en las mesas técnicas o de seguimiento e incluso en algunos cafés del activismo centralista y capitalino, hay una queja recurrente: “El problema con los Wayuu es que tienen demasiadas autoridades y no se sabe con quién hay que hablar”. La frase se lanza con tono de exasperación, como si la diversidad de voces fuera una falla administrativa, un obstáculo técnico o una complicación innecesaria para la acción estatal.

 Lo que esa frase revela —más allá del desconocimiento— es el reflejo de una estructura de pensamiento colonial: el Estado colombiano quiere una sola voz con quien negociar, un vocero único que traduzca la complejidad cultural en lenguaje burocrático. Pero el pueblo Wayuu no funciona así. No quiere, no puede y no debe funcionar así. Porque su estructura política no es un error: es una forma legítima, ancestral y vigente de organización social.

¿Cuál es el verdadero problema?

Desde 2017, cuando la Corte Constitucional declaró un Estado de Cosas Inconstitucional por la violación masiva de los derechos fundamentales del pueblo Wayuu —especialmente de la niñez— se han expedido autos de seguimiento que han dejado una verdad incómoda al descubierto: el Estado no ha sido capaz de establecer un canal legítimo de interlocución con las autoridades indígenas Wayuu. Y no porque no existan autoridades, sino porque existen muchas. Y eso, para el Estado, es un problema. Pero ¿es realmente un problema? ¿O estamos frente a una resistencia estructural del Estado a adaptarse a formas distintas de representación? 

Un pueblo que se organiza desde el territorio, no desde el poder

Los Wayuu no tienen cabildos mayores. No tienen una figura central como un gobernador indígena único que hable por todos. Tienen clanes —e’irüku—, territorios, linajes, comunidades, rancherías. Cada una de esas comunidades tiene su autoridad indígena tradicional, reconocida por su gente, no por un decreto. Una autoridad que no depende de una firma en Bogotá, sino del respeto que le otorgan sus mayores y sus familias. Una autoridad que representa, cuida, resuelve y camina con su comunidad en su territorio.

Hoy en Maicao, por ejemplo, hay más de 260 autoridades indígenas registradas como parte del resguardo, lo que les permite acceder a recursos del Sistema General de Participaciones (SGP). A eso se suman más de 250 autoridades legítimas que, aunque no están formalmente incorporadas al resguardo, tienen reconocimiento comunitario real y se encuentran asentados y organizados en el territorio. Y si hablamos de Uribia son muchas más. Y eso no es desorden: es soberanía territorial. Lo que molesta al Estado no es el número, es que no puede controlarlas. 

Lo que la Corte Constitucional ya entendió (y el gobierno aún no)

En el Auto 696 de 2022, la Corte Constitucional advirtió que la falta de participación real del pueblo Wayuu estaba afectando la implementación del Plan Provisional de Acción derivado de la Sentencia T-302. No era un detalle menor: era un obstáculo estructural. Luego vino el Auto 1290 de 2023, que dijo con claridad que el modelo organizativo del pueblo Wayuu es horizontal, territorializado y plural, y que el Estado no puede seguir esperando una “única voz”. Y a finales del año pasado, el Auto 1743 de 2024 remató: es inadmisible que, después de seis años, no exista un mecanismo legítimo de interlocución con el pueblo Wayuu. Pero más que ordenarlo, lo explicó: la razón es que el Estado sigue buscando una sola figura que lo represente todo, y eso es una negación de la estructura política indígena.

El colonialismo institucional no es solo pasado, también es presente

Cuando las entidades estatales deciden con quién reunirse y con quién no.
Cuando seleccionan a “representantes indígenas” que no tienen arraigo comunitario.
Cuando piden que las comunidades se pongan de acuerdo en un solo vocero, para poder avanzar.
Cuando reducen la consulta previa a una reunión con fotos y actas.
Cuando se irritan porque no hay “unidad” …

Lo que están haciendo es imponer una lógica política ajena, desconectada, colonial. La legitimidad en el pueblo Wayuu no se otorga por decreto, se gana en la palabra, en el territorio, en el vínculo. Y esa forma de autoridad no cabe en los Excel de los funcionarios. 

Gobernanza intercultural no es decorar el lenguaje: es cambiar las estructuras

Hablar de interculturalidad no es escribirlo en un Plan de Desarrollo. No es crear una oficina de asuntos étnicos. No es hacer capacitaciones en enfoque diferencial. Interculturalidad es replantear el diseño del Estado. Es entender que no hay una sola forma de gobernar, ni una sola forma de representar, ni una sola forma de decidir. Es aceptar que, si el pueblo Wayuu tiene cientos de autoridades, entonces el mecanismo de interlocución debe poder contener esa pluralidad. Y sí: eso implica más trabajo, más diálogo, más tiempo. Pero también implica más legitimidad, más respeto y más justicia.

¿Qué significa construir un mecanismo legítimo de interlocución?

Significa, ante todo, reconocer que la legitimidad no se decreta desde Bogotá, sino que nace del territorio. Significa dejar de imponer figuras únicas y concertar, desde el respeto, con el propio pueblo Wayuu cómo desea organizar su representación ante el Estado. Implica escuchar con profundidad la estructura social del e’irüku, del apüshi, de las rancherías, de las autoridades tradicionales que no tienen logo ni oficina, pero sí palabra, arraigo y comunidad. 

Significa entender que la autoridad wayuu no se valida por hoja de vida ni por nivel académico, sino por el vínculo con su gente. Que la voz de una autoridad no se mide en megapíxeles de una foto institucional, sino en la fuerza que tiene para resolver conflictos, proteger su territorio y hablar con verdad. Construir un mecanismo legítimo de interlocución es también territorializar el diálogo: salir del modelo de mesas centralizadas, e ir comunidad por comunidad, resguardo por resguardo, a preguntar, no a imponer. A escuchar, no a seleccionar. A facilitar procesos, no a administrarlos desde una lógica técnica ajena.

Significa aceptar que el derecho propio existe no como una alternativa cultural al derecho estatal, sino como un sistema político completo, que se articula desde la palabra, el consenso y el respeto. Y, sobre todo, significa dejar de pedirle al pueblo Wayuu que se parezca al Estado, y comenzar a pedirle al Estado que se parezca más a la interculturalidad que dice defender. No se trata de encajar al pueblo Wayuu en un molde institucional: se trata de transformar ese molde para que quepan todas las dignidades. No somos demasiados. El problema es que ustedes son pocos para entendernos.

El pueblo Wayuu ha resistido siglos

No porque haya tenido una sola voz, sino porque ha sabido diversificar la palabra sin perder la raíz. Nadie le puede pedir a una cultura viva que se resuma en un interlocutor funcional. Nadie le puede exigir a un pueblo ancestral que traduzca su dignidad en siglas estatales. La Corte Constitucional lo entendió. El pueblo Wayuu lo ha vivido siempre. Ahora le corresponde al Estado reconocerlo, adaptarse y corregir. 

La construcción de un mecanismo legítimo de interlocución con el pueblo Wayuu no es una concesión opcional: es una obligación constitucional y convencional del Estado colombiano. El artículo 7 de la Constitución Política reconoce la diversidad étnica y cultural de la Nación; el artículo 246 garantiza la jurisdicción especial indígena; y el Convenio 169 de la OIT, con fuerza de ley, establece que los pueblos indígenas tienen derecho a decidir sus propias prioridades en cuanto a desarrollo, organización y representación. Ignorar esa arquitectura normativa no solo constituye una violación de derechos fundamentales, sino también un incumplimiento flagrante de los mandatos de la Corte Constitucional, que en los Autos 696 de 2022, 1290 de 2023 y 1743 de 2024 ha ordenado de forma reiterada y explícita la concertación de un modelo de diálogo que respete el sistema organizativo del pueblo Wayuu.

Es hora de que el Estado deje de exigir representaciones funcionales y empiece a reconocer legitimidades históricas. El llamado es claro: que las entidades competentes —Ministerio del Interior, Presidencia, ICBF, Ministerio de Salud, DNP, entre otras— inicien sin más retrasos un proceso de concertación amplio, territorial y respetuoso, que garantice el derecho a la participación efectiva, desde el derecho propio y no desde el interés administrativo. Lo que está en juego no es solo la eficacia de una política pública: es la coherencia constitucional de una república que se dice multicultural, pero que aún no aprende a escuchar. 

Hablo también desde mi experiencia: he estado en decenas de mesas técnicas, en reuniones con entidades del nivel nacional, en comités de seguimiento, en encuentros donde se supone que se diseña el futuro del pueblo Wayuu. Y siempre veo lo mismo: el Estado exige orden, pero no lo genera; exige unidad, pero siembra división. Al decidir con quién se reúne, a quién reconoce como autoridad válida y a quién no, a qué comunidades atiende y a cuáles excluye, es el Estado quien termina alimentando las disputas internas entre autoridades, generando celos territoriales, desconfianza y fragmentación. Lo observe cuando se ejecutó el programa “Olla Comunitaria” de la Unidad Nacional de Gestión del Riesgo: una intervención social que, en teoría, buscaba garantizar alimentación básica, pero que en la práctica atendió solo a algunas comunidades, sin criterios claros ni concertación legítima, dejando a otras en el abandono. Y cuando eso pasa, los pueblos no solo sufren por el hambre: sufren por la desconfianza, por la sospecha de que alguien “se quedó con lo suyo”, por la rabia de saberse ignorados por razones que nunca se explican.

Si el Estado va a intervenir en el territorio Wayuu, tiene que hacerlo con un principio de equidad territorial y legitimidad comunitaria. Porque las necesidades son las mismas para todos, pero las ayudas no. Y mientras siga operando así, será el mismo Estado quien profundice el conflicto entre hermanos. No somos un pueblo dividido. Somos un pueblo dividido por las decisiones que otros toman sobre nosotros y eso tiene que cambiar. 

Hacia una reflexión interna que también debemos asumir

Este texto se ha centrado en el papel del Estado, pero no ignora que el conflicto de interlocución también ha dejado huellas dentro del propio pueblo Wayuu. La fragmentación no siempre ha sido impuesta: a veces, también la hemos sostenido con nuestras prácticas, con nuestras disputas por representación, con el silencio frente a los mecanismos de exclusión entre nosotros. Esa dimensión requiere otro tipo de reflexión, una más íntima, más compleja, pero igualmente urgente.

Por eso, esta columna forma parte de una serie analítica que continuará con un segundo artículo: una mirada hacia adentro, desde la vivencia colectiva, que cuestiona cómo nos relacionamos entre Wayuu en contextos de poder, representación y diferencia. Porque no basta con exigirle al Estado que nos entienda, también debemos construir una ética interna que nos permita hablarnos entre nosotros sin miedo, sin exclusión y sin fragmentación. 

Palabras finales desde el territorio

Este artículo no es un lamento. Es una afirmación. Es una defensa legítima del modelo organizativo del pueblo Wayuu. Es una advertencia a los actores institucionales: o reconocen la pluralidad política indígena, o seguirán fracasando en sus intervenciones. No es el pueblo Wayuu quien debe simplificarse para que el Estado lo entienda. Es el Estado el que debe complejizarse para estar a la altura de la dignidad Wayuu. Porque aquí no hay demasiadas autoridades. Lo que hay es demasiada ignorancia institucional. Y eso, sí tiene solución. 

Por: Oriana Zambrano Montoya
Mujer Wayuu, exdiputada, consultora en salud intercultural y defensora del derecho propio indígena.



📝 Preguntas frecuentes sugeridas para este artículo

¿Qué significa interlocución legítima entre el Estado y el pueblo Wayuu?

Es la construcción de un canal de diálogo que respete la forma organizativa del pueblo Wayuu, sin imponer figuras únicas ni vocerías funcionales. Implica consultar con las autoridades tradicionales reales y reconocer el derecho propio como sistema político vigente.

¿Qué ha dicho la Corte Constitucional sobre este tema?

En los Autos 696 de 2022, 1290 de 2023 y 1743 de 2024, la Corte ha reconocido que el modelo de interlocución actual es ineficaz, excluyente y contrario a la organización política Wayuu. Ha ordenado construir un mecanismo legítimo, concertado y territorial.

¿Por qué el Estado insiste en tener un solo interlocutor Wayuu?

Porque su estructura administrativa busca eficiencia y control. Pero al imponer un modelo jerárquico sobre una organización horizontal y plural, lo que logra es exclusión, fragmentación y desconfianza.

¿Cómo afecta esto a las comunidades Wayuu en el territorio?

Genera conflictos internos, desconfianza entre líderes, distribución desigual de ayudas, e imposibilidad de acceder a derechos básicos de forma justa. Mientras el Estado decide con quién hablar, muchas comunidades siguen sin agua, salud ni educación.

¿Qué se propone en este artículo como solución?

Reformar el modelo de interlocución desde la legitimidad comunitaria: concertar con los Wayuu, territorializar el diálogo, respetar las formas propias de representación, y construir una arquitectura institucional intercultural real, no simbólica.

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