Los Wayuu No somos un pueblo dividido: somos un pueblo fragmentado
Una reflexión desde el corazón político del pueblo Wayuu
Desde hace años se repite una frase
que ya suena como verdad instalada: Que el pueblo Wayuu está dividido. Que hay
demasiadas autoridades, demasiadas asociaciones, demasiados líderes. Que no nos
ponemos de acuerdo. Que cada uno jala por su lado. Y, sin embargo, pocas veces
nos detenemos a preguntar: ¿quién sembró esa narrativa?, ¿quién la repite?, ¿y
quién se beneficia de ella?
La realidad es otra. No nacimos
divididos. Fuimos fragmentados. No por diferencias naturales, sino por una
estructura institucional que nos obligó a competir por reconocimiento, acceso y
visibilidad. Bajo el discurso de la inclusión, el Estado colombiano instaló una
lógica vertical que no reconoce ni respeta la horizontalidad de nuestra cultura
política y formas de organización en el territorio. Nos hizo creer que sólo
éramos válidos si hablábamos en sus términos, si teníamos un cargo, un sello o
un contrato. Y en esa lógica impuesta, fuimos cediendo el tejido ancestral.
Este artículo no busca atacar a nadie. Ni estigmatizar a quienes han liderado procesos, ni absolver de responsabilidades a quienes los han bloqueado. Busca algo mucho más difícil: poner en palabras escritas una verdad que duele, pero que es urgente nombrar, porque el silencio también divide. Porque a veces, sin darnos cuenta, regamos las semillas de fragmentación que otros sembraron y así germinan y terminan dando frutos secos.
Desde la Sentencia T-302 de 2017, la Corte Constitucional obligó al Estado a reconocer el abandono estructural que ha vivido el pueblo Wayuu en la historia social y política de esta país. Fue un hito jurídico que abrió caminos, pero también expuso fisuras. En lugar de articular una ruta de participación legítima y plural, el Estado activó mesas, resoluciones, técnicos, enlaces. No entendió —o no quiso entender— que no se puede dialogar con una cultura horizontal desde una estructura jerárquica. Los errores no fueron sólo de forma, sino de fondo: se confundió interlocución con representatividad, y representatividad con funcionalidad, y esto significa que, si le sirve al gobierno está bien, aunque no le sirva al pueblo Wayuu.
Mientras tanto, en el territorio, las necesidades han seguido intactas: agua que no llega, centros de salud cerrados, niños desnutridos, rancherías sin presencia estatal. El “diálogo” avanzaba en actas y PowerPoints, pero la vida real del wayuu en el territorio sigue en pausa.
En ese contexto, surgieron
liderazgos Wayuu que buscaron organizarse por su cuenta. Algunos con verdadera
legitimidad comunitaria. Otros con estrategias más políticas. Otros con interés
propio. Y así comenzó una competencia silenciosa —o no tanto— por representar,
por negociar, por ser reconocidos por el Estado. Lo que había comenzado como un
conflicto con lo institucional, se volvió también una fractura entre nosotros.
Hablo desde mi experiencia personal en el sector salud, porque he observado y vivido de frente los golpes que ha recibido la institucionalidad propia en salud indígena por causa de esa disputa. A quienes ha liderado IPS indígenas se les ha acusado de todo: de ser estructuras de garaje, de mercaderes de la salud, de ser responsables directos de la mortalidad infantil. Y mientras algunos los señalaban con juicios sin pruebas, esas instituciones siguen atendiendo sin recursos, sin garantías y sin reconocimiento. No porque fuesen perfectos, sino porque alguien tenía que hacerlo.
Esa dinámica se ha replicado en
cada sector: en el PAE, en el ICBF, en la educación, en los programas
comunitarios. Los liderazgos wayuu se observan como rivales. Las asociaciones
se acusan entre sí. Las autoridades se deslegitiman unas a otras. Y mientras
tanto, el Estado sigue sin responder. Es más, muchas veces observa con
comodidad cómo nos desgastamos acusándonos entre nosotros.
En La Guajira, hay múltiples formas
de liderazgo indígena. Algunos nacen del arraigo territorial. Otros, del
estudio. Otros, de la experiencia de vida. Todos son válidos si están al
servicio del bien común. Pero cuando el Estado elige con quién reunirse y con
quién no, cuando legitima a unos por conveniencia y excluye a otros por
incomodidad, cuando transfiere recursos a quienes aceptan sus condiciones
—aunque no tengan legitimidad real en la comunidad—, produce un desbalance que
daña. Y cuando ese desbalance se mantiene, nacen los celos, los juicios, el
silencio colectivo, los señalamientos infundados.
Comenzamos a competir por quién
“existe más” ante el Estado. Por quién “habla mejor”. Por quién tiene más
acceso a Bogotá. Y en ese camino, dejamos de hablar como pueblo y comenzamos a
pelear como sector, como asociación, como persona. La legitimidad dejó de ser
comunitaria y comenzó a medirse por cercanía con el poder. Y eso, más que una
crisis de representatividad es una crisis de sentido.
El Auto 1743 de 2024 habla de “diálogo genuino”. Pero ¿cómo puede haber diálogo genuino si hay autoridades que nunca han sido convocadas? ¿Si los documentos no se traducen al wayuunaiki? ¿Si los fallos se interpretan como propiedad privada de quienes lideraron los procesos judiciales? Un diálogo real no se decreta. Se construye, y se construye con verdad, con inclusión, con legitimidad. Un proceso que excluye a más del 60% de las autoridades tradicionales del territorio no puede llamarse genuino. No puede llamarse democrático. Es, en el mejor de los casos, un acuerdo técnico, en el peor, una simulación.
Hablar desde el territorio no es
una metáfora, es una forma de ejercicio político. Para el pueblo Wayuu, la
palabra no nace del cargo ni del contrato, nace del vínculo con el clan, del
reconocimiento en la ranchería, del respeto ganado en el tiempo, en la práctica
y en el territorio. La autoridad no se decreta: se camina. Y cuando el Estado
exige que la voz legítima venga desde el cargo, lo que impone no es inclusión:
es desplazamiento simbólico.
Tampoco puede haber diálogo legítimo si se sigue replicando la lógica del “representante exclusivo”. La Sentencia T-302 es un triunfo colectivo, no una franquicia de quienes presentaron la tutela. No se trata de suprimir la fuerza de quienes dieron el primer paso jurídico, sino de ampliar el camino para que nadie quede afuera. Convertir la sentencia en una herramienta de exclusión o de control es una traición al principio de universalidad del derecho. No se trata de buscar una sola voz, el pueblo Wayuu no tiene por qué uniformarse para existir políticamente, la pluralidad es nuestra esencia. Pero sí necesitamos un mínimo ético que nos permita caminar con diferencias sin destruirnos. Necesitamos dejar atrás la lógica de “quién manda más” y recuperar la pregunta de “cómo nos respetamos más”.
No se trata de eliminar las
tensiones —porque donde hay vida hay conflicto—. Se trata de manejarlas con
ética. Con sentido común. Con visión estratégica. Porque al final, no se trata
de si estamos todos de acuerdo. Se trata de que nadie vuelva a ser excluido por
pensar distinto.
Este artículo es un llamado a
quienes hoy lideran procesos en el pueblo Wayuu. A quienes tienen entre 30 y 50
años. A quienes ya han estado sentados en mesas con funcionarios, ya sea en
Bogotá o en Riohacha. No somos futuros: somos presentes. Somos quienes podemos
decidir si repetimos el modelo que nos fragmentó o si construimos una nueva
forma de articularnos.
Es hora de pensar en un pacto ético
Wayuu intersectorial. Una mesa de articulación diseñada por nosotros. Un
sistema de identificación de autoridades desde el territorio, y no desde la
base de datos del Ministerio del Interior. Una pedagogía política basada en el
respeto, no en el señalamiento.
No basta con señalar al Estado. También debemos mirarnos entre nosotros. Porque si el Estado ha promovido la división, también nosotros la hemos tolerado. La reconstrucción del pueblo Wayuu no será solo jurídica: será ética, política, territorial. Y desde ranchería en ranchería, debe volver a surgir la pregunta fundamental: ¿para quién estamos haciendo todo esto?
Y si algo aún nos sostiene, es la
sabiduría de los viejos, en las rancherías donde aún se conversa sin grabadora,
se conserva una forma de poder que no grita, pero guía. Los viejos no solo
resuelven conflictos. Enseñan a no crearlos.
No somos un pueblo dividido. Somos
un pueblo herido. Fragmentado. Pero no vencido. Y aún estamos a tiempo de
repararnos. Con palabra limpia. Con territorio abierto. Con causa común. Que
sea la palabra la que abra camino, el territorio el que nos reciba y la causa
común la que nos reúna otra vez. Porque la unidad verdadera no se impone. Se
acuerda. Y la legitimidad no se decreta, Se camina.
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