La Guajira también es negra: memorias, luchas y herencias invisibles. Memorias de la conmemoración del 21 de Mayo
Memorias de la conmemoración del 21 de Mayo: Este texto recoge las memorias, reflexiones y enseñanzas compartidas durante un conversatorio emitido en 2021 en el espacio “Café entre Mujeres”, en conmemoración del Día de la Afrocolombianidad. A la luz del presente, estas voces resuenan con más fuerza que nunca.
El 21 de mayo no es una fecha
conmemorativa más. Para quienes llevamos la memoria ancestral como huella en la
piel, en la voz o en el tambor que nos levanta los hombros aun cuando estemos
de luto, este día es una oportunidad política, pedagógica y afectiva para
volver a reconocernos en la historia que nos fue negada. No se trata solo de
recordar la abolición legal de la esclavitud en Colombia en 1851. Se trata de
visibilizar a quienes, pese a esa firma en el papel, siguen siendo desplazados,
silenciados e invisibilizados en sus territorios, en los libros escolares, en
las políticas públicas, y también —quizás lo más doloroso— en el imaginario
colectivo de lo que es ser colombiano.
En mi caso, esa memoria no es solo
colectiva: es familiar, es corporal, es genética. Soy negra y soy wayuu.
Desciendo de un hombre africano que llegó a la Alta Guajira por Puerto
Estrella, traído por las rutas del comercio marítimo colonial, y de una mujer
wayuu que tejió con él no solo una vida, sino una descendencia entera que
siguió entrelazándose entre raíces africanas e indígenas. De esa unión
ancestral nacimos quienes hoy llevamos en la sangre el tambor y el yonna, la
herencia del cimarronaje y la palabra de los eirruku. Mi identidad no cabe en
una sola casilla del Estado ni en una sola narrativa cultural: soy fruto de una
historia negada que hoy reclamo como fuente de poder y pertenencia.
Hoy, al recordar un episodio especial que emitimos por nuestro canal de YouTube Café entre Mujeres, resurge en mí no solo la emoción de lo compartido, sino también la claridad de las enseñanzas compartidas con dos mujeres afro sabias y comprometidas, que marcaron el ritmo del diálogo ese día. Fue un espacio donde emergió con fuerza la otra mirada de La Guajira: la mirada afro. En un departamento habitualmente narrado desde lo indígena —como si fuera un territorio homogéneo—, este conversatorio nos permitió visibilizar la riqueza, la potencia y la invisibilidad histórica del pueblo afroguajiro. Fue una conversación cargada de verdad, de pedagogía viva y de memoria insurgente, que nos recordó que la Guajira no es una sola: es una trama compleja de pueblos, mezclas y resistencias.
Nos reunimos mujeres
afrodescendientes, mujeres mezcladas, mujeres indígenas, mujeres
del Caribe, para hablar desde la raíz. El encuentro no fue una transmisión más;
fue una invocación de saberes y sentires. Una fiesta de la palabra, el cuerpo,
la resistencia y la ternura. Con trenzas, turbantes, poesías, tambores, dolor,
rabia, alegría y sabiduría, tejimos una conversación que debería ser parte
obligatoria del currículo nacional: hablamos de historia negra, de
discriminación inconsciente, de políticas públicas ausentes, de memoria
desplazada, de la música que libera, de las muñecas que no nos representaban,
de las muñecas que sí, de la cátedra de afrocolombianidad que aún no llega a
todas las escuelas, y del orgullo como acto de emancipación.
La Guajira también es negra
Es urgente romper con la exclusión
epistémica que reduce a La Guajira a un territorio indígena. Aunque el pueblo
Wayuu es el referente étnico más visible, el departamento está atravesado
también por raíces africanas profundas, potentes y muchas veces silenciadas.
Desde Juan y Medio hasta Barbacoas, pasando por camarones, La Chancleta,
Hatonuevo, San Pedro y Barrancas, hay huellas vivas de pueblos palenqueros, de
familias enteras que caminaron por la libertad, que compraron su derecho a
existir y resistieron al destierro.
Las voces que nos acompañaron en este espacio dejaron claro que el racismo estructural opera también como una forma de negación territorial. Nos recordaron que, según el DANE, los afrocolombianos son más del 10% de la población nacional, pero apenas poseen el 5% de la tierra. En contraste, los pueblos indígenas —siendo menos del 5%— concentran el 25% del territorio nacional. Esta no es una competencia de dolores, sino una constatación de cómo el sistema asigna poder político, tierras y recursos de forma profundamente desigual. Y, por tanto, cómo esa distribución reproduce la exclusión en cada instancia institucional.
¿Y si el primer palenque fue
guajiro?
Durante décadas, la historia
oficial ha enseñado que el primer palenque de libertad en Colombia fue San
Basilio de Palenque, reconocido por la Corona Española en 1713 como
territorio libre de población negra fugitiva. Sin embargo, múltiples voces
desde el Caribe profundo, y en especial desde La Guajira, han cuestionado esa
narrativa única. ¿Y si el primer palenque no fue el más documentado, sino el
más silenciado?
En comunidades como Juan y
Medio, Camarones, Las Perlas, Tomarrazón y Barbacoas, aún pervive la
memoria oral de asentamientos afrodescendientes fundados por cimarrones que
escapaban de la esclavitud. La geografía guajira —con su costa extensa, su
cercanía con el Caribe insular, sus rutas de tráfico esclavista clandestino, y
su difícil acceso por tierra— fue terreno fértil para fugas organizadas y
formas autónomas de vida negra que resistieron al dominio colonial.
A diferencia de San Basilio, estos
palenques no fueron reconocidos jurídicamente. Algunos fueron destruidos,
desplazados o absorbidos por pueblos formalizados más tarde. Pero su
existencia no puede medirse únicamente con base en decretos coloniales. El
criterio debe ser la resistencia, la autonomía cultural, la herencia
ancestral que aún se conserva en prácticas culinarias, medicinales,
lingüísticas y comunitarias.
Investigadores como Gary Julio
Escudero han empezado a documentar esta otra historia afroguajira desde el
territorio. Consejos comunitarios en Riohacha, Dibulla y el sur guajiro han
planteado que estos pueblos deben ser reconocidos como palenques históricos,
no solo por su pasado de libertad, sino por su presente de lucha. Y es que La
Guajira también fue y sigue siendo un territorio de cimarronaje.
Reivindicar esta verdad no es un
gesto simbólico: es un acto de reparación cultural. Nombrar los palenques
guajiros es devolverles su lugar en la historia, reconstruir el relato
colectivo desde el Caribe, y romper con la centralidad que ha convertido a
algunas memorias en únicas mientras borra otras con igual o mayor profundidad.
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Ella es la joven Rayza De La Hoz Pérez. Mujer CAFAM 2025 y digna mujer afroguajira |
Discriminación inconsciente: la
pedagogía de lo no dicho
Uno de los conceptos clave del conversatorio
fue la discriminación inconsciente. Ese tipo de racismo que no se grita,
pero que se enseña sin palabras: en los cuentos que no nos incluyen, en las
muñecas monas que nos regalaron, en las recetas escolares que nunca mencionan
al chicharro, en los hospitales donde los signos vitales se leen sin comprender
nuestras diferencias fenotípicas, en los comentarios que aún dicen “¡qué negra
tan bonita!” como si se tratara de una excepción.
Candelaria Martínez, desde su
lucidez y ternura, nos enseñó que el racismo no siempre es explícito. A veces
se camufla en lo cotidiano, en lo neutral, en la supuesta igualdad que
desconoce las condiciones reales de acceso, representación y dignidad.
Reivindicar la diferencia no es fomentar la división: es exigir equidad desde
la diversidad.
Sin memoria, no hay identidad; sin
identidad, no hay libertad
Cada una de las intervenciones fue una clase magistral sobre cómo la identidad no es solo un acto biológico, sino una construcción histórica, cultural y política. Yoennis Ortiz lo expresó con contundencia: no se puede preservar la memoria con programas de formación de tres meses. No se puede defender la cultura afro si solo se nos convoca cuando hay una visita institucional o una fecha simbólica. No se puede amar lo que no se conoce, y no se puede conocer lo que el Estado se niega a enseñar.
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Dulces de Mongui |
En ese diálogo entre memorias,
surgieron también los nombres de nuestros tesoros invisibles: el Festival
del Chicharro en Juan y Medio, donde la leche de palma se convierte en
símbolo de identidad y sabor; los dulces artesanales de Monguí, que resisten al
olvido desde los fogones; los emprendimientos de mujeres que tejen futuro con
palma de iraca y otras fibras naturales. Todos son expresiones vivas de una
cultura que ha sido marginada de las vitrinas institucionales, pero que sigue
latiendo en los territorios. Hay mucho por mostrar, mucho por enseñar y, sobre
todo, mucho por preservar. No basta con celebrar el 21 de mayo: se necesita
inversión cultural sostenida, formación desde la infancia, y un compromiso
político real con la memoria afro en La Guajira. Porque sin esa memoria, La
Guajira está incompleta.
La afrocolombianidad en La Guajira
está viva: en el bullerengue que resiste al reguetón comercial; en los
turbantes que tejemos con nuestras madres; en las recetas con flor de muerto y
panela; en las mujeres negras que han sido cuidadoras, madres, maestras,
tejedoras de libertad. Y sí: somos más negras que nunca cuando somos más
conscientes de lo que nos ha sido arrebatado.
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foto del legendario,"Francisco
el Hombre"Francisco Manuel Moscote Guerra 1849-1954. |
Recuperar nombres, reconstruir
memoria: de Nandito el Cubano a Luis Antonio Robles
Nombres como Nandito el Cubano,
Francisco el Hombre o Luis Antonio Robles Suárez deberían estar
tallados en los cimientos de la historia cultural y política de La Guajira. Sin
embargo, como se evidenció en el conversatorio, en muchos corregimientos ya
nadie recuerda quiénes fueron. Nandito el Cubano, músico migrante
afrodescendiente, fue uno de los primeros en traer el acordeón de tornillo a
estas tierras. Su aporte a la música vallenata ha sido fundamental, pero su
nombre apenas sobrevive en la memoria oral de Barbacoas. Lo mismo ocurre con Francisco
el Hombre, figura que la narrativa oficial ha convertido en mito,
desdibujando su dimensión como símbolo de la oralidad afro indígena del Caribe.
Esta pérdida no es fortuita: responde al abandono institucional, a la falta de
políticas educativas con enfoque étnico y a la tendencia de reducir la cultura
afro a lo folclórico y lo anecdótico.
A esto se suma una omisión aún más grave: la invisibilización del legado político de Luis Antonio Robles Suárez, nacido en Camarones en 1849. Robles no fue un juglar, sino el primer abogado afrodescendiente titulado en Colombia, congresista, ministro, gobernador de La Guajira y general liberal durante la Guerra de los Mil Días. Su vida encarna la potencia intelectual, jurídica y estratégica del pueblo afrocolombiano, desmentida por siglos de racismo estructural. Robles representa una cumbre de dignidad colectiva que debe enseñarse en las escuelas, reivindicarse en la política y ocupar el lugar que merece en la historia nacional. Recordar estos nombres no es nostalgia ni romanticismo: es una urgencia pedagógica, cultural y política para reconstruir desde la raíz la historia real del Caribe guajiro. Porque no hay futuro sin memoria, ni justicia sin verdad.
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Luis Antonio Robles Suárez,
conocido como "el negro Robles" |
Reivindicación, representación y
reparación
El llamado es claro: no basta con
conmemorar. Necesitamos reparación histórica, representación efectiva y
políticas públicas que fortalezcan los procesos culturales desde las bases. Es
hora de dejar de usar a la cultura como decorado institucional, y comenzar a
financiarla como herramienta de transformación y justicia. Es tiempo de que
cada municipio tenga su cátedra afro, su libro de historia local, su recetario
tradicional, su agenda cultural permanente. Que la cultura no sea el último
renglón de los presupuestos, sino el primer paso hacia el desarrollo con
dignidad.
Que esta columna se vuelva escuela,
documento, referencia. Porque la memoria es la mayor forma de soberanía de los
pueblos. Compartela.
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