¿Por qué tanto alboroto con la consulta popular y la reforma laboral? Una guía para entender lo que pasó, lo que viene y por qué debe importarnos a todos





La semana pasada Colombia fue testigo de un episodio político que dejó al país dividido, confundido y emocionalmente cargado. La plenaria del Senado hundió la propuesta de consulta popular sobre temas laborales presentada por el gobierno Petro y, en una movida sorpresiva, revivió el mismo proyecto de reforma laboral que había sido archivado semanas atrás por la Comisión Séptima del Senado.

Desde entonces, han circulado cientos de reacciones: algunos celebraron como si la selección Colombia hubiera ganado la final del mundial; otros lo lamentaron como una traición al pueblo. Pero muchos, la mayoría silenciosa, simplemente se alejaron: “eso es puro show”, “todos los políticos son iguales”, “yo ya no creo en nada”. Este texto va para ellos. Porque no podemos permitir que la decepción se convierta en resignación. Lo que está en juego no es Petro. Es la democracia, la representación y nuestra capacidad como sociedad de decidir sobre nuestro propio destino.


¿Qué era la consulta y por qué generó tanto ruido?

La consulta popular contenía 12 preguntas orientadas a reconocer y ampliar derechos laborales: jornada de 8 horas, recargo dominical, formalización de trabajadores en plataformas, reconocimiento de licencia menstrual y otros temas sensibles para los sectores más precarizados del país. No era perfecta. Ni siquiera estaba garantizado que alcanzara el umbral de participación necesario para tener efectos jurídicos. Pero sí representaba una cosa clara: una oportunidad para que la ciudadanía hablara.

Fue hundida en la plenaria del Senado con 49 votos. La razón formal: el gasto público. Según sus opositores, la consulta costaría cerca de 700 mil millones de pesos, en un país con déficit fiscal y deudas acumuladas desde la pandemia. También se dijo que era una maniobra del petrismo para posicionarse de cara a las elecciones de 2026. Que el gobierno quería “saltar al Congreso” para imponer su voluntad desde la calle y que era un capricho populista.

Lo que no se dijo (o no se quiso decir)

Primero, hablemos del argumento económico. Es cierto que la consulta tenía un costo alto. Pero no es cierto que ese gasto fuera ilegal, inconstitucional o excepcional. Las consultas populares están previstas en el artículo 103 de la Constitución y desarrolladas en la Ley 134 de 1994. La democracia cuesta. Pero cuesta más cuando no funciona. 

Congreso de La República 

Además, el Congreso —ese mismo que se escandalizó por el costo de la consulta— es el que ha permitido que se gasten cientos de miles de millones en elecciones atípicas, provocadas por candidatos que se lanzan con inhabilidades, con doble militancia o con campañas ilegales. ¿Por qué no se legisla con ese mismo rigor sobre ese despilfarro estructural? Porque el problema no era el costo. El problema era la voz de la gente.

Segundo, el argumento político. Es cierto que el petrismo buscaba recuperar protagonismo con la consulta. Pero ¿desde cuándo un gobierno no puede hacer pedagogía sobre sus reformas? ¿Desde cuándo consultar al pueblo es sinónimo de manipulación? Parece que en Colombia, cuando el Congreso convoca audiencias públicas, hace foros técnicos o recibe insumos de gremios empresariales, eso se llama “deliberación democrática”. Pero cuando un gobierno, elegido por voto popular y con un programa legítimo, convoca a la ciudadanía a opinar directamente sobre el rumbo de sus políticas sociales, eso se tilda de “populismo”, “electoralismo” o “riesgo institucional”.

La pedagogía pública no solo es legítima: es deber de todo gobierno democrático. Socializar propuestas, explicar decisiones, convocar a la reflexión colectiva no es propaganda, es parte del ejercicio de gobernar en nombre del pueblo. Más aún cuando se trata de reformas que tocan el tejido laboral, que afectan la vida cotidiana de millones de personas precarizadas, que históricamente han sido excluidas de los debates legislativos reales.

Si el miedo era que la consulta se convirtiera en plataforma electoral del petrismo, ¿no era más ético, más democrático, más republicano responder con argumentos, no con bloqueos? ¿Acaso no confían en la capacidad del pueblo para discernir? ¿O será que el verdadero temor es que la ciudadanía se active, se informe y empiece a exigir desde abajo lo que no logran representar desde arriba?

El problema no es que el gobierno haga pedagogía. El problema es que la mayoría de los congresistas no tiene ninguna. No quieren explicar, solo imponer. No quieren debatir, solo vetar. No quieren hablar con el país real, solo con sus padrinos políticos, con sus financiadores, con sus reelecciones aseguradas.

Hacer una consulta popular no era saltarse al Congreso. Era precisamente reconocer que hay momentos donde las instituciones no están en condiciones de tramitar demandas sociales de forma legítima. Y cuando eso ocurre, la salida no es el bloqueo. La salida es la participación. Porque si lo que se teme es que el pueblo vote y se equivoque, entonces ya no estamos hablando de democracia. Estamos hablando de miedo. Y ese miedo —a que el pueblo decida— es el síntoma más claro de que este sistema representativo está en crisis. 

La verdadera razón del hundimiento

Lo que las mayorías del Congreso decidieron no apoyar no fue la consulta. Fue la posibilidad de que el pueblo decidiera. De que la narrativa pasara de los micrófonos del Senado a los barrios, las veredas, los sindicatos, los colectivos juveniles. El hundimiento fue un mensaje de fuerza: “nosotros mandamos, aquí se decide por mayorías parlamentarias, no populares”. Pero eso tiene un costo democrático altísimo.

Lo más irónico es que, al hundir la consulta, el Congreso reactivó el debate de la reforma laboral que ya había archivado en el 18 de marzo. Una proposición de apelación —que llevaba  siete semanas engavetada— fue introducida por proposición de forma astuta en el orden del día, para ser votada y aprobada. De esta manera la reforma laboral revivió. Pero no en la Comisión Séptima que la hundió, sino en la Comisión Cuarta, que ahora tendrá la responsabilidad de debatirla. ¿Qué significa eso? Que no se bloqueó la reforma. Se Bloqueó la participación directa. El Congreso Permitirá que se discuta, pero entre ellos, con sus tiempos, sus reglas y sus formas.

Más allá de los argumentos técnicos y económicos que se esgrimieron, lo que vimos en el Senado no fue una deliberación institucional sino una batalla de egos entre élites políticas: un sector del Congreso que no soporta ceder protagonismo frente a un presidente que, desde su estilo confrontacional, tampoco ha facilitado los puentes. No fue una decisión basada en el análisis del fondo de las preguntas de la consulta. Fue una respuesta simbólica de poder: “Aquí mandamos nosotros”. 


En Colombia, no estamos frente a un sistema político que le tema al pueblo. Estamos frente a un sistema político que le compite al pueblo. Que se disputa entre sí como si gobernar fuera un juego de revancha entre partidos y no una responsabilidad colectiva frente a una nación llena de necesidades insatisfechas. Y en medio de esa guerra de narrativas, de cálculos y de pulsos, queda una ciudadanía rota, huérfana de representación, sin respuestas concretas ni soluciones reales.

Porque hay algo que es más doloroso que el bloqueo institucional: la repetición. Cada cuatro años se repite el mismo ciclo perverso. Se promete el cambio, se vota por el cambio, pero el sistema —diseñado para autoprotegerse— lo bloquea. Lo asfixia. Lo hace inoperante. Y en ese desgaste, la gente se decepciona, se retrae, se distancia. Hasta que vuelve otro ciclo, otra promesa, otro desencanto.

Esa memoria de frustración política colectiva ya es parte del ADN emocional del pueblo colombiano. Y es peligrosa, porque no genera movilización, sino resignación. No fortalece la crítica, sino la indiferencia. “Todos son iguales”. “Ninguno sirve”. “Esto no lo cambia nadie”. Y mientras tanto, las grandes potencialidades que tiene este país —sus territorios, su gente, su diversidad, su energía transformadora— se siguen desperdiciando en un sistema que no quiere escuchar, que no quiere dialogar, que no quiere cambiar. 

No se trata de idealizar al gobierno. Se trata de exigirle al sistema político en su conjunto —Ejecutivo, Legislativo, partidos, medios— que no conviertan su lucha de poder en ruinas sociales. Que no nos usen como carne de cañón para sus rivalidades personales. Que, por una vez, se hagan cargo no de su vanidad, sino de su responsabilidad histórica. Porque aquí no gana nadie. Cuando una consulta popular se hunde sin escucharse, cuando una reforma se revienta por procedimientos, cuando una ciudadanía se retrae harta de los políticos, perdemos todos.

La memoria importa: cada vez que el pueblo ha sido llamado a decidir, el sistema ha temblado

En Colombia no estamos viviendo este tipo de tensiones por primera vez. Hay una memoria política, colectiva y emocional que nos atraviesa. Una historia que explica por qué la palabra consulta genera ansiedad en quienes tienen el poder, expectativa en quienes han sido históricamente marginados y cansancio en quienes han visto repetirse el mismo ciclo sin resultados. 

En 1990, la movilización estudiantil que propuso el voto por la “séptima papeleta” dio paso a la Asamblea Nacional Constituyente de 1991. Fue una de las pocas veces que la ciudadanía logró impulsar un cambio real y profundo en las reglas del juego. De ahí nació la actual Constitución: plural, garantista y participativa. Pero con los años, ese pacto fue desdibujado por la captura institucional, la falta de voluntad política y la práctica sistemática de bloquear desde adentro lo que se prometió en el papel.

En 2003, el entonces presidente Álvaro Uribe promovió una consulta popular con 15 preguntas que incluían desde recortes al Congreso hasta castigos para corruptos. Solo una alcanzó el umbral. Aunque jurídicamente fracasó, instaló la idea de que las consultas podían ser usadas más como herramientas de validación política que como mecanismos genuinos de deliberación popular.

En 2016, el plebiscito sobre los Acuerdos de Paz con las FARC abrió una herida profunda: ganó el NO, pero por un margen estrecho y tras una campaña marcada por la desinformación y el miedo. En lugar de respetar ese resultado, el gobierno acudió al Congreso para refrendar el acuerdo. Se reafirmó la percepción de que cuando la ciudadanía vota “mal”, las élites corrigen. La fractura entre voluntad popular e institucionalidad creció. 



En 2018, ocurrió otro episodio clave: la Consulta Anticorrupción, impulsada por Claudia López y respaldada por más de 11,6 millones de votantes. A pesar de ser una de las consultas más votadas de la historia, no superó el umbral por un margen mínimo. Y aunque los temas eran claros —reducir salarios de congresistas, eliminar privilegios judiciales, fortalecer la contratación pública, sancionar con cárcel a los corruptos—, el Congreso desactivó su contenido con tecnicismos, aplazamientos y modificaciones. La ciudadanía votó, habló, se movilizó… y fue ignorada. Esa frustración aún duele, porque esos problemas no se han resuelto. 

Y ahora, en 2025, una nueva consulta es hundida sin siquiera ser votada por el pueblo. Las preguntas eran legítimas, centradas en derechos laborales. Pero el Congreso dijo no. Y no con argumentos técnicos, sino con una decisión política: no dejar que el pueblo decida. No abrir la conversación. No compartir el poder. La consulta se hundió, y con ella, otra oportunidad para reparar y recuperar el vínculo entre democracia y ciudadanía.



¿Qué tienen en común todos estos episodios?

Cada vez que se convoca al pueblo de forma directa, el sistema político colombiano entra en crisis. Se activan los miedos, las resistencias, los vetos. No porque el mecanismo sea peligroso, sino porque descoloca el control de los intermediarios. Porque obliga a los congresistas, partidos políticos y élites a escuchar a una ciudadanía que ya no quiere solo votar, sino decidir.

Esta es nuestra memoria reciente: participación bloqueada, poder blindado, ciudadanía decepcionada. Y por eso la gente dice con amargura: “¿para qué votar, si igual no dejan que uno decida?”. Por eso, cuando un gobierno habla de convocar al pueblo, no se genera esperanza sino sospecha. Por eso hay tantos que prefieren aislarse, callarse, sobrevivir, aunque por dentro estén hartos de todo.

Pero recordar de dónde venimos es también una forma de elegir hacia dónde vamos. Si cada intento de consulta popular ha generado tensión, es porque hay una fuerza latente en la ciudadanía que todavía no ha sido reconocida ni canalizada plenamente. Una fuerza que no está en los micrófonos del Senado ni en los editoriales de los medios, sino en los barrios, en los sindicatos, en las madres comunitarias, en los jóvenes desempleados, en los campesinos sin seguridad social.


Esa memoria no puede seguir siendo solo una historia de frustraciones. Tiene que convertirse en una herramienta de acción colectiva. Para construir una democracia real. Una donde el pueblo no solo elija, sino que incida. Una donde la participación no sea excepción, sino norma. Una donde el poder escuche, y no solo controle.

Porque si no aprendemos de esa memoria, volveremos en cuatro años al mismo punto: otro gobierno, otro Congreso, otra promesa pero la misma frustración. Y ya es hora de romper el ciclo.

Efraín Cepeda. Senador. Presidente del Senado

¿Y ahora qué viene?

El proyecto de reforma debe surtir dos debates antes del 20 de junio: uno en la Comisión Cuarta y otro en la plenaria del Senado. El tiempo es apretado. Y los riesgos también. Pasar de una comisión a otra podría ser considerado vicio de trámite y abrir la puerta a demandas ante la Corte Constitucional. Es decir: podríamos ver cómo la reforma se aprueba y luego se cae por problemas procedimentales. Otra frustración más.

Pero lo más grave no es eso. Lo más grave es el mensaje simbólico que queda: que incluso cuando el gobierno pierde, el Congreso no gana legitimidad. Celebra bloqueos como si fueran logros. Defiende el statu quo como si fuera institucionalidad. Se enorgullece de impedir, pero no propone nada para cambiar las condiciones estructurales de los trabajadores.

Gustavo Petro. Presidente de La República 

No es sobre Petro. Es sobre nosotros.

Sé que muchos están cansados de esta narrativa: “Petro vs. Congreso”, “pueblo vs. élite”, “reforma vs. trampa”. Pero si no le ponemos nombre a lo que pasa, si no lo analizamos con rigor, nos condenamos a repetirlo. Aquí no se hundió una simple propuesta caprichosa del presidente. Se negó una vía de participación ciudadana. Se perdió una oportunidad de pedagogía democrática.

No se trata de defender ciegamente al gobierno. Se trata de defender la idea de que el pueblo tiene derecho a ser consultado sobre los asuntos que definen su vida diaria. Se trata de dejar de ver la política como un espectáculo ajeno. Porque mientras nos burlamos, mientras nos cansamos, mientras nos callamos, otros deciden por nosotros.

Armando Benedetti Ministro del Interior y Antonio Sanguino Ministro del Trabajo

¿Y qué podemos hacer?

Primero, entender. Este texto es un esfuerzo por explicar, por traducir lo que pasó sin caer en bandos, ni fanatismos. Segundo, exigir. No podemos seguir votando por quienes solo saben bloquear. Tenemos que exigir rendición de cuentas, coherencia, responsabilidad. Tercero, participar. No desde la fe ciega, sino desde la observación crítica, desde el seguimiento, desde el derecho a disentir.

Y por último, recordar: lo que duele no es que se haya hundido la consulta. Lo que duele es que lo hayan celebrado.

 


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